Cambio

La vida nos va cargando día a día de rutinas, de adherencias que van entorpeciendo nuestra marcha. A veces hay que pararse y ver qué es lo que queremos, no dar por bueno sin más nuestro status quo, no seguir sumisamente la inercia de todo lo que hemos hecho hasta entonces, repensar las cosas a fondo. No podemos olvidar que esos valores y principios son la trama que da consistencia al tejido de nuestra vida y, por tanto, son nuestro mayor tesoro.

La puerta del cambio

Aquel chico tenía catorce años y se puede decir que era un auténtico desastre. Tenía un carácter muy difícil y una apatía impresionante. Apenas atendía en clase, y luego en su casa estudiaba menos aún. Parecía no tener ilusión por nada, suspendía habitualmente un montón de asignaturas, y sus padres estaban desesperados.

Recuerdo que sus profesores comentábamos con preocupación el caso, sin duda el más problemático del curso: apenas escuchaba los consejos que se le daban, nadie sabía bien qué hacer con él. Todo parecía indicar que aquel chico estaba destinado al más negro de los futuros.

El caso es que acabó el curso, y las vueltas de la vida hicieron que durante mucho tiempo apenas volviéramos a tener noticias el uno del otro, hasta que siete años después coincidimos una lluviosa tarde de septiembre en una cafetería.

Me alegró verle sonriente, con sus flamantes veintiún años recién cumplidos y sus casi dos palmos más de altura. Fue una coincidencia casual y, como procuro hacer siempre con quienes fueron mis alumnos en aquellos años que dediqué a la enseñanza, quedamos después para charlar un rato. Cuando nos sentamos, le pregunté cómo iba su vida.

Mi primera sorpresa fue que estaba en cuarto curso de una carrera bastante difícil. Además, no sólo no había perdido ningún año, sino que llevaba esos estudios con unos resultados brillantes. Mientras me lo contaba, venían a mi memoria aquellas reuniones de profesores, cuando analizábamos la marcha del curso, donde varias veces se llegó a decir —quizá alguna vez yo mismo— que aquel chico, salvo un milagro, no llegaría a terminar el bachillerato.

El caso es que el milagro se había producido. Su vida había cambiado. No es que hubiera cambiado un poco, podía decirse que había cambiado por completo y en casi todo. Es como si fuera otra persona. Como si de aquellos viejos tiempos conservara poco más que su nombre y sus apellidos.

Yo estaba intrigado por el cambio. «Oye —le dije—, tienes que explicarme qué ha pasado contigo para que hayas cambiado de esa manera. Me tienes asombrado.»

La pregunta le sorprendió un poco. Calló por unos instantes, como queriendo ordenar sus ideas, se puso un poco más serio, y finalmente empezó su relato, despacio pero con soltura:

«Mira. Fue un día concreto. A lo mejor te parece un poco raro, y quizá lo sea, pero fue un día concreto, un día por la mañana. Llevaba unas semanas fatal. Mejor dicho, unos años. Llevaba años oyendo siempre lo mismo. De mis padres, de mis profesores, de todos. Siempre lo mismo. Que yo era un desastre, que estaba hipotecando mi vida, que iba a ser un desgraciado si seguía por ese camino, que me estaba buscando la ruina, que nunca sería un hombre de provecho, y todo eso que dicen las personas mayores.»

Le interrumpí un instante, con un poco de curiosidad, para preguntarle qué pensaba él entonces, cuando escuchaba esas cosas.

«Bueno, no sé cómo decirte, todo aquello me entraba por un oído y me salía inmediatamente por el otro. Me parecía que era el rollo de siempre, y estaba cansado de escuchar todos los días los mismos consejos.

»No es que no entendiera las razones que me daban, es que ni siquiera les prestaba atención. Me habían dicho ya mil veces lo mismo, y cuando veía que me venían con ésas, desconectaba y ya está. Tenía como echada una barrera mental sobre todas esas cosas, prefería no pensar, y todos esos sabios consejos me resbalaban por completo.

»Bueno, lo que te decía, fue un día concreto, me acuerdo perfectamente. Estaba en plena época de exámenes, y esos días no teníamos clase, para poder estudiar. Pero estudiar no me apetecía absolutamente nada. Estaba con la angustia de los exámenes, y al tiempo con la angustia de que no había dado ni golpe y me iban a suspender otra vez.

»Tenía un sueño tremendo, y estaba tentado de volverme sin más de nuevo a dormir, pero llevaba mal el curso, como siempre. Si me volvía a la cama, iba a ser muy difícil que aprobara, y las cosas se iban a poner más feas que de costumbre.

»Me había despertado temprano, y desde ese momento no había parado de darle vueltas en la cabeza a una idea: Oye, tío..., ¿qué es esto? ¿Voy a estar toda la vida así? ¿Cincuenta o sesenta años más así? Esto no funciona. Algo tiene que cambiar. No puedo seguir así el resto de mis días.

»Debí tener un momento de especial lucidez, supongo, porque vi como algo angustioso continuar el resto de mi vida con el mismo plan que llevaba hasta entonces. Y me aventuré a pensar en cosas serias, en cosas que hasta entonces casi nunca me había planteado.

»No encontraba ilusión en casi nada. Me veía dominado por la pereza de una forma terrible. Es algo bastante angustioso, de verdad. No sabía a qué podía conducirme todo aquello. Era como estar deslizándose por una pendiente oscura, cada vez más rápido y con más descontrol, y te das cuenta de que no sabes dónde puedes acabar.

»Pensaba en el fracaso de mi vida, en todo eso que me había dicho tantas veces tanta gente. Pero aquella vez fue distinto. No me dijo nada nadie. Aquella vez me lo dije todo yo a mí mismo. Y cambié. Eso es todo.

Levantó la mirada, como dudando si hacer o no una glosa personal de todo aquello, y finalmente concluyó:

»Desde entonces, tengo una idea bien clara: los buenos consejos te dan oportunidades de mejorar, pero nada más. Si no los asumes, si no te los propones seriamente, como cosa tuya, no sirven de nada, por muy buenos que sean; es más, para lo único que sirven entonces es para que cada vez los valores menos, para que se produzca una especie de inflación de los consejos que recibes.

»Oír una cosa es muy distinto de hacerla propia. Y para mejorar realmente, la única manera es ser capaz de decirse a uno mismo las cosas, ser capaz de cantarte las cuarenta a ti mismo.»

Mientras le escuchaba, me acordaba de otros casos en cierto modo parecidos. Pensé en esos chicos y chicas jóvenes que a veces vemos ir como arrastrándose por la vida, y les hablamos de tantas cosas que deberían hacer, de tantas cosas que habrían de cumplir, y nos desespera ver su apatía y su indolencia, y sin embargo quizá no hemos advertido la raíz de su verdadero problema, que es algo mucho más de fondo: aún no se han decidido a tomar realmente las riendas de su vida.

Las causas de esa actitud pueden ser muy diversas: quizá han recibido una educación muy pasiva, o hiperprotectora, que no les ha ayudado a madurar; o tienen una fuerte tendencia a alejarse de la realidad, consecuencia de una vida muy cómoda, o demasiado sentimental; o no han aprendido a alzar un poco la mirada y aspirar a valores e ideales más altos; o, por los motivos que sean, apenas sienten responsabilidad sobre sí mismos, y olvidan, en la práctica, que son fundamentalmente ellos quienes se están jugando —y no es poco— su acierto en el vivir.

Aquel antiguo alumno mío había espabilado gracias a una sana inquietud por su futuro. Me recordó algo que había leído tiempo antes a Zubiri, que aseguraba con gran fuerza que la pregunta ¿Qué va a ser de mí? resulta siempre decisiva en la vida ética de cualquier persona.

Me parecía muy interesante su relato, pero le interrumpí de nuevo un momento. Quería preguntarle si le había costado mucho cambiar después de aquella decisión de esa mañana tan provechosa.

«¿Que si me costó? Una barbaridad. Me costó muchísimo, como es natural. Pero lo había visto bien claro, y eso es lo importante. Ya estaba harto de seguir deslizándome por la cuesta abajo de la vida, y además, como estaba ya muy abajo, no podía perder ni un minuto más. Así que acabé por cambiar. Y me costó muchísimo, pero aquello fue como entrar en una nueva dimensión de la vida.

»Parece mentira, pero es tremendo lo que se puede sufrir cuando uno opta por la vida fácil. Cuando estás en ella, lo otro te parece insufrible, pero en realidad es al revés. Ahora veo con claridad meridiana que aquella vida era un infierno. Lo que pasa es que entonces no conocía otra, y no encontraba sentido a esforzarme más. Tengo la impresión de que para encontrar sentido a las cosas, antes hay que luchar un poco por ellas. Pero, desde luego, lo peor es dejarse llevar, porque vas como dando bandazos, pegándote golpes con todo, como cuando pierdes el equilibrio y no sabes bien dónde puedes acabar estrellándote.»

Aquella narración, tan sincera y tan cargada de realidad, me hizo pensar bastante en el fenómeno del cambio. Pensaba en que hay decisiones que son fundamentales en la vida, y no siempre están unidas a acontecimientos externos señalados, sino que son fruto simplemente de la lucidez de un pensamiento, y a veces tiene día y hora concretos.

Salvando las distancias, me recordó aquella otra reflexión de Víctor Frankl en el minúsculo calabozo del lager nazi: en nuestra vida podemos realmente elevarnos bastante por encima de esos condicionamientos en que estamos inmersos y que a veces parecen marcarnos un destino inexorable.

Cada persona custodia en su intimidad una puerta del cambio, una puerta que sólo puede abrirse desde dentro. Cambiar es algo asequible a todos. Lo decisivo es tratarlo seriamente con uno mismo. El consejo viene de Epícteto: nadie tiene tanto poder para persuadirte a ti como el que tienes tú mismo.